El motivador desmotivado
La interpretación del concepto de motivación, es bien relativa a las circunstancias y en definición se refiere al impulso que provoca o permite realizar determinadas acciones o comportamientos. Pero lo más importante del concepto es la conciencia sobre la necesidad de la motivación para poder mantenernos activos y productivos. Y es que la motivación no es un estado de ánimo pasajero, sino la razón por la cual hacemos algo, desde actividades tan simples como comer, bañarse, cepillarse o trabajar, hay un motivo tan básico en las necesidades fisiológicas, por el cual se realizan , que son no tener hambre, estar en condiciones higiénicas aceptables, presentable y generar ingresos, respectivamente.
Pero al entender mejor el concepto de motivación y la necesidad de ella, podemos comprender mejor el hecho de que las relaciones sociales y la influencia de personas particulares en nuestra motivación personal, tiene una relevancia particular para creer en lo que se está haciendo. Y es que a lo largo de la historia, las referencias de éxito en consecución de resultados que han trascendido y sido funcionales por generaciones (como la invención de la computadora, invenciones científicas o desarrollo cultural), han dejado claro que la colaboración social entre muchas partes, la creencia entre ellas y la confianza mutua, ha resultado como una forma funcional de hacer posible los planes.
Por eso es importante creer en alguien (un mentor, un modelo a seguir o persona con más experiencia) o en algo (un objetivo), o contar con ese alguien o ese algo como motivador para avanzar e ir alcanzando resultados que cada persona defina de acuerdo a sus expectativas, como progreso o desarrollo personal.
Pero, ¿qué pasa cuando quien normalmente impulsa a otros, se queda sin impulso propio? Ahí surge un personaje silencioso y real: el motivador desmotivado. Es sobre este personaje, que me inspiro para crear este cuento corto:
Cuento corto: el motivador desmotivado
Había una vez una persona que tenía el particular don de encender a los demás. No con fuegos artificiales ni grandes discursos. Con gestos simples, palabras precisas y una presencia que empujaba suave, pero firme. Su superpoder era la perspicacia para identificar lo que era necesario, para quien era necesario y en qué momento era necesario. Quienes estaban a su alrededor encontraban en esta persona dirección, fuerza y sobre todo, claridad.
Se había convertido, sin quererlo a propósito, en ese faro que muchos buscaban cuando el mar se ponía incierto.
No era invencible, pero sabía cómo transformar dudas en acción, tropiezos en aprendizajes, cansancio en enfoque.
Era buena recordando a los demás todo lo que eran capaces de hacer, incluso cuando ellos mismos lo olvidaban.
Hasta que un día, sin previo aviso, el faro dejó de iluminar. No porque se apagara, sino porque, de pronto, no sabía a dónde apuntar su luz. Tenía el brillo, tenía la estructura, pero ya no encontraba tierra firme a la que guiarse.
Sentía que todo lo que antes hacía con fluidez (proponer, inspirar, avanzar) ahora pesaba como una piedra. No porque hubiera dejado de importar, sino porque ya no encontraba sentido en hacerlo.
No había dejado de ser capaz. Solo había dejado de sentirse conectado.
Desde fuera, todo seguía igual.
Quien lo veía desde lejos, pensaba que todo marchaba como siempre. Pero adentro, había un silencio nuevo. Un cansancio sordo. Una esepecie de pausa que no se explicaba con palabras.
No era tristeza.
No era vacío.
Era una desmotivación impercetible, que a veces se disfrazaba de ocupación, otras de distracción y muchas veces de perfeccionismo.
El tipo de cansancio que no se arregla con dormir, sino con volver a creer.
Y ahí estaba el verdadero reto.
No en retomar metas. No en volver a hacer listas. Sino en recordar que lo que había construido seguía siendo valioso, aunque no se sintiera así.
Recordar que no era su estado actual lo que definía su valor, sino todo lo que había sostenido antes, incluso cuando nadie lo notaba.
Así que decisió algo pequeño, casi imperceptible:
Dejar de exigirse encender a todos y comenzar a cuidar la chispa que aún le quedaba. Dejar de ser el faro por un rato, para ser simplemente un barco más en el mar. Porque incluso el que guía necesita, de vez en cuando, dejarse llevar.
Y en esa pausa, sin grandes revelaciones ni promesas, comprendió algo importante: ser un motivador desmotivado no lo hacía menos valioso. Solo lo hacía más humano. Y tal vez, más honesto.
Porque incluso quienes más inspiran, también necesitan aprender a volver a inspirarse. A su tiempo, a su forma, sin culpa, sin ruido.
Y así poco a poco, sin que nadie lo notara, comenzó a recordar la ruta. No para volver a ser el faro de todos. Sino para, esta vez, encontrar su propia luz primero.